Francisco visitó la Fundación Centro Astalli, y rindió homenaje a la figura de Pedro Arrupe
Somos diferentes: no debemos tener miedos de las diferencias. La hermandad nos hace descubrir una riqueza, un regalo para todo el mundo. Vivamos la fraternidad
(Jesús Bastante).- El Papa volvió a Lampedusa. O, mejor dicho, Lampedusa volvió al Papa. Francisco volvió a emocionarse este mediodía durante su visita a la Fundación Centro Astalli, donde se encontró con medio millar de refugiados, a los que ofreció los conventos vacíos.«¿Para qué sirven los conventos cerrados? Los conventos deben servir la carne de Cristo, y los refugiados son la carne de Cristo«, proclamó el Papa, que entró en el centro -gestionado por el Servicio Jesuita para Refugiados, y fundado por el padre Pedro Arrupe, junto a la iglesia del Gesú, donde se encuentra su tumba- a la hora de comer. Allí llevó a cabo una bendición compuesta por el actual prepósito general, Adolfo Nicolás.
«Muchos de ustedes -agregó el Papa- son musulmanes o de otras religiones; provienen de diferentes países, de diferentes situaciones. Somos diferentes: no debemos tener miedos de las diferencias. La hermandad nos hace descubrir una riqueza, un regalo para todo el mundo. Vivamos la fraternidad».
«Es un deber cristiano tratar al hermano que llega con atención, atraerlos de la mano, sin cálculos, sin miedo, con ternura y comprensión, como Jesús se inclina para lavar los pies de los apóstoles», continuó el pontífice, quien insistió en que «cada refugiado aporta una riqueza humana y religiosa, una riqueza que no hay que temer».
«Gracias por la fuerza de vuestro testimonio sufriente. Cada uno de vosotros, queridos amigos, trae consigo una historia de vida que nos habla de los dramas de guerras, conflictos, a menudo vinculados a la política internacional «.
«No alcanza con darles un sandwich, sino que es preciso acompañar a estas personas», concluyó el Papa en su visita, tras bendecir a una mujer embarazada. Al concluir su visita al centro y a la iglesia del Gesú, Francisco, acompañado por dos inmigrantes, depositó un ramo de flores en la tumba del padre Arrupe. Desde Lampedusa a Hiroshima, Francisco volvió a cerrar una cuenta pendiente con la Historia. Y abrió nuevas, numerosas, expectativas.
Discurso del Papa
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!
Saludo en primer lugar a todos ustedes, refugiados y refugiadas. Hemos escuchado a Adam y a Carol: gracias por sus grandes testimonios. Cada uno de ustedes, queridos amigos, trae consigo una historia de vida que nos habla de los dramas de las guerras, de los conflictos, a menudo vinculados a las políticas internacionales.
Pero sobretodo cada uno de ustedes trae una riqueza humana y religiosa, una riqueza para acogerla, y no para temerla. Muchos de ustedes son musulmanes, de otras religiones; han venido de diferentes países, de situaciones diversas. ¡No debemos tener miedo de las diferencias! La fraternidad nos hace descubrir que son un tesoro. ¡Son un regalo para todos! ¡Vivamos la fraternidad!
¡Roma! Después de Lampedusa y de los otros lugares de llegada, para muchas personas nuestra ciudad es la segunda etapa. A menudo, como hemos escuchado, es un viaje difícil, agotador, incluso violento aquello que se ha afrontado; pienso especialmente en las mujeres, en las madres, que soportan esto con el fin de asegurar un futuro para sus hijos y la esperanza de una vida diferente para ellos y para su familia. Roma debe ser la ciudad que le permita encontrar una dimensión humana, para empezar a sonreír. ¿Cuántas veces, sin embargo aquí, como en otras partes, muchas personas que llevan escrito «protección internacional» en su permiso de residencia, se ven obligadas a vivir en situaciones difíciles, a veces con un trato degradante, ¡y sin la posibilidad de iniciar una vida digna, o a pensar en un nuevo futuro!
Gracias por ello, a los que, como este Centro y otros servicios eclesiales, públicos y privados, se ocupan en acoger a todas estas personas con un proyecto. Gracias al padre Giovanni y a los hermanos; a ustedes, trabajadores, voluntarios, benefactores, que no solo donan algo o su tiempo, sino que tratan de entrar en relación con los solicitantes de asilo y refugiados, a quienes reconocen como personas, comprometiéndose a encontrar respuestas concretas a sus necesidades. ¡Mantengan siempre viva la esperanza! ¡Ayuden a recuperar la confianza! Demostrar que con la acogida y la hermandad se puede abrir una ventana en el futuro; más de una ventana, diría una puerta, ¡y más aún si se puede tener un futuro!
Y es hermoso que en el trabajo a favor de los refugiados, junto con los jesuitas, hayan hombres y mujeres, cristianos e incluso no creyentes o de otras religiones, unidos en el nombre del bien común, que para nosotros los cristianos es una expresión del amor del Padre en Cristo Jesús. San Ignacio de Loyola deseaba que hubiera un espacio para dar cabida a los más pobres en el local donde tenía su residencia en Roma; y el padre Arrupe, en 1981, fundó el Servicio Jesuita para los Refugiados, y quiso que la sede romana se ubicara en esos espacios, en el corazón de la ciudad. Pienso ahora en aquella despedida espiritual del padre Arrupe en Tailandia, justamente en un centro de refugiados…
Servir, acompañar, defender: las tres palabras que son el programa de trabajo de los jesuitas y sus colaboradores.
Servir. ¿Qué quiere decir esto? Servir significa dar cabida a la persona que llega, con cuidado; significa agacharse hasta quien tiene necesidad y tenderle la mano, sin cálculos, sin miedo, con ternura y comprensión, así como Jesús se inclinó para lavar los pies de los apóstoles. Servir significa trabajar al lado de los más necesitados, estableciendo con ellos en primer lugar relaciones humanas, de cercanía, vínculos de solidaridad. Solidaridad, esta palabra que da miedo al mundo más desarrollado. Tratan de no decirla. Es casi un insulto para ellos. ¡Pero es nuestra palabra! Servir significa reconocer y acoger las exigencias de justicia, de esperanza y buscar juntos las vías, los caminos concretos de liberación.
Los pobres son también maestros privilegiados de nuestro conocimiento de Dios; su fragilidad y sencillez ponen al descubierto nuestros egoísmos, nuestras falsas certezas, nuestras pretensiones de autosuficiencia y nos guían a la experiencia de la cercanía y de la ternura de Dios, para recibir en nuestra vida su amor, la misericordia del Padre que, con discreción y paciente confianza, cuida de nosotros, de todos nosotros.
Desde este lugar de acogida, de encuentro y de servicio, quisiera que surgiera una pregunta para todos, para todas las personas que viven aquí en la diócesis de Roma: ¿Me inclino sobre quien está en problemas, o tengo miedo de ensuciarme las manos? ¿Estoy encerrado en mí mismo, en mis cosas, o me percato de los que necesitan ayuda? Me sirvo solo a mí mismo, o sé servir a los demás como Cristo, que vino a servir hasta dar su vida? ¿Miro a los ojos de los que buscan la justicia, o dirijo la mirada hacia el otro lado? ¿Acaso para no mirar a los ojos?
Acompañar. En los últimos años, el Centro Astalli ha hecho un camino. Al inicio ofrecía servicios de primera acogida: un comedor, una cama, ayuda legal… Después aprendió a acompañar a las personas en busca de trabajo y en la inserción social. Y luego también propuso actividades culturales, para contribuir al desarrollo de una cultura de la acogida, una cultura del encuentro y de la solidaridad, a partir de la protección de los derechos humanos. La sola acogida no es suficiente. No basta dar un sándwich si no va acompañado de la oportunidad de aprender a caminar sobre sus propios pies. La caridad que deja a los pobres así como están, no es suficiente. La misericordia verdadera, aquella que Dios nos da y nos enseña, pide justicia, pide que el pobre encuentre su camino para dejar de serlo. Pide –y nos lo pide a nosotros como Iglesia, a nosotros ciudad de Roma, a las instituciones–, pide que ninguno tenga ya la necesidad de un comedor público, de un alojamiento temporal, de un servicio de asistencia legal para ver reconocido su propio derecho a vivir y a trabajar, a ser plenamente persona.
Adam dijo : «Nosotros, los refugiados tenemos el deber de hacer todo lo posible para ser integrados en Italia». Y este es un derecho: ¡la integración! Y Carol dijo: «Los sirios en Europa sienten la gran responsabilidad de no ser una carga, queremos ser parte activa de una nueva sociedad». ¡Esto también es un derecho! Esta responsabilidad es la base ética, es la fuerza para construir juntos. Me pregunto: ¿acompañamos este viaje?
Defender. Servir, acompañar, también significa defender, significa tomar partido por los más débiles. Cuántas veces levantamos la voz para defender nuestros derechos, pero ¡cuántas veces somos indiferentes a los derechos de los demás! ¡Cuántas veces no sabemos o no queremos dar voz a la voz de quien –como ustedes– han sufrido y sufren; a quienes han visto pisotear sus propios derechos, a quien ha sufrido tanta violencia, que se ha reprimido incluso el deseo de tener justicia!
Para toda la Iglesia es importante que la acogida del pobre y la promoción de la justicia no sean confiadas solo a los «especialistas», sino que sea una atención de todo el trabajo pastoral, de la formación de los futuros presbíteros y religiosos, del compromiso normal de todas las parroquias, los movimientos y grupos eclesiales.
En particular –y esto es importante y lo digo desde el corazón–, en particular, me gustaría invitar a los institutos religiosos a leer en serio y con responsabilidad este signo de los tiempos. El Señor nos llama a vivir con más coraje y generosidad la acogida en las comunidades, en las residencias, en los conventos vacíos…
Queridos religiosos y religiosas, los conventos vacíos no le sirven a la Iglesia para transformarlos en albergues y ganar dinero. Los conventos vacíos no son nuestros, son para la carne de Cristo, que son los refugiados. El Señor nos llama a vivir con generosidad y valentía la acogida en los conventos vacíos. Desde luego, no es algo simple, se necesita criterio, responsabilidad, pero también se necesita coraje. Hacemos tanto, pero tal vez estamos llamados a hacer más, acogiendo y compartiendo con decisión lo que la Providencia nos ha dado para servir. Superar la tentación de la mundanidad espiritual para estar cerca de la gente común, y sobre todo de los últimos. ¡Necesitamos comunidades solidarias que vivan el amor de manera práctica !
Todos los días, aquí y en otros centros, muchas personas, especialmente jóvenes, hacen fila por una comida caliente. Estas personas nos recuerdan el sufrimiento y las tragedias de la humanidad. Pero esa fila también nos dice que hagamos algo, ahora, todos, es posible. Simplemente basta llamar a la puerta , y tratar de decir: «Yo estoy aquí. ¿Cómo puedo ayudar?».