Nadie espera que por sí solo el régimen de Islamabad haga algo para cambiar el trágico estado en que vive la minoría cristiana. La indiferencia –vestida de impotencia– con que las autoridades de Pakistán responden a atentados terroristas como los registrados en Lahore refleja el chantaje que imponen los partidos ultrarreligiosos musulmanes, y más aún la cultura general de un país acostumbrado a tratar a los no mahometanos como ciudadanos de segunda. Además. Lahore es el bolsón de votos principal de Nawaz Sharif, acusado con frecuencia de inacción en el Punjab para no enemistarse con los votantes islamistas.
«Matad a Asia Bibi»
Ha sido el enésimo ataque contra los cristianos de Pakistán. Pasada la conmoción de los primeros momentos es muy probable que todo vuelva a ser los mismo: no habrá guardias especiales para los templos, ni protestas por parte del clero musulmán paquistaní, ni detenciones o juicios para los islamistas responsables (el Gobierno de Islamabad se escuda en el colapso de la Justicia, que tiene más de un millón de casos paralizados).
En los barrios cristianos de Lahore, como en los de otras ciudades de Pakistán, la vida será a partir de ahora un poco más insoportable. Cuando sus decenas de miles de católicos salgan del gueto tendrán dificultades para encontrar trabajo por no ser musulmanes; si trabajan, tendrán que utilizar una cantina aparte para no contaminar a sus compañeros mahometanos; si la empresa tiene dificultades, serán los primeros en irse a la calle. Sus hijas, mientras tanto, se verán a diario tildadas de prostitutas, también por otras chicas, por no utilizar el velo por la calle.
La afrenta más publicitada en el exterior es, también, la más lacerante: la llamada «ley de la blasfemia», que permite a tres musulmanes ponerse de acuerdo para encerrar en la cárcel o condenar a muerte a un cristiano si le acusan de haber insultado a Mahoma o al Corán. El caso de Asia Bibi –la cristiana paquistaní condenada a la pena de muerte por beber de la misma tinaja que sus vecinas musulmanas– es el icono del martirio cotidiano de los cristianos.
El escenario que presenta la capital de Pakistán desde el día del atentado en Lahore es por eso casi surrealista. El domingo pasado, 25.000 manifestantes islamistas ocuparon el centro oficial de Islamabad para protestar por el reciente ahorcamiento del asesino del gobernador del Punjab. El político y musulmán moderado Salman Taseer fue asesinado en 2011 por su guardaespaldas por hacer campaña contra la «ley de la blasfemia». Ayer, miles de manifestantes seguían clamando en Islamabad para presentar a su asesino como «mártir» y exigir que Asia Bibi sea ahorcada.
Saima Charles: «Necesitamos que intervenga el ejército»
Licenciada en Administración de Empresas, Saima Charles, de 32 años y residente en el barrio de Youhanabad —el mayor gueto cristiano de Pakistán— relató ayer a ABC la nueva jornada de dolor y luto vivida en Lahore, tras una jornada casi bíblica de matanza de santos inocentes en el parque. «Mi padre acudió con otros amigos a las parroquias para buscar lugar en los cementerios, porque apenas queda espacio», relató por teléfono entre lágrimas. Los ataques violentos contra los cristianos son normales, casi cotidianos, «pero no experimentábamos esa angustia de ser masacrados desde los atentados contra las iglesias de la pasada Semana Santa».
¿Por qué no buscaron esta vez templos los terroristas? «Hemos visto que la única forma de defendernos es por nosotros mismos, y tenemos vigilantes voluntarios en las iglesias». ¿Y la Policía? «No es de fiar; muchos agentes simpatizan con los islamistas. ¡El ejército tiene que intervenir para protegernos; solo nos fiamos de ellos!».