Los perros del Gurugú

imagenALBERTO ROJASMonte Gurugú (Marruecos)

Actualizado: 23/02/2014 00:48 horas

Su vida actual se condensa en sólo cinco minutos. Eso es todo lo que necesitan para esfumarse sin dejar nada, para que su campamento parezca un lugar abandonado. Lo que antes era presencia, bullicio y actividad se convierte en ausencia y hogueras con brasas aún humeantes, pero sin nadie frente al fuego. Tienen que darse prisa y correr hacia lo profundo del bosque como si les fuera la vida en ello, porque realmente les va la vida en ello.

Para avisarles del peligro, la llegada de la temible policía marroquí o incluso de su ejército, no poseen ni escáneres termales, ni sensores de movimiento, ni drones, pero tienen la suerte de contar con el mejor y más infalible sistema de vigilancia que el hombre conoce desde la antigüedad: el código de ladridos de un perro.

En el campamento de los malienses, el Pettit Bamako, tienen cinco perros. Son, como ellos, hijos de la calle, cachorros del hambre, de razas con mezcla y sin pedigrí en su árbol genealógico, pero al menos se les ve bien alimentados. «Ellos comen mejor que nosotros», asegura John Feko, marfileño de 17 años y uno de los cuidadores de esta jauría. «Estos animales son imprescindibles para nuestra seguridad, por eso los tratamos muy bien». En el lugar donde duermen hay huesos de pollo y trozos de carne de cabra, una delicatessen en este vertedero inhumano del Gurugú.

Los periodistas atraviesan otro campo previo, el Camp Nigeria, más pequeño que el maliense. Como son extraños, los perros ladran desde hace un buen rato. Los inmigrantes se ponen en guardiapara salir corriendo y miran con recelo, pero sólo ven dos figuras aisladas y torpes subiendo por el acantilado del lobo, así que no hay problema.

En todo el perímetro, con decenas de estos animales en cada uno de los asentamientos, es imposible que los agentes marroquíes penetren sin ser olisqueados a lo lejos y delatados por los perros. La policía marroquí lo sabe y lesiona gravemente o mata a todos los canes que se interponen en su camino.

No es difícil encontrar perros muertos o lo que queda de ellos en los alrededores del campamento. Los informantes infiltrados en los asentamientos pagados por los servicios secretos de Rabat o de la Guardia Civil, vestidos con buenas botas y mejores abrigos, les indican por teléfono donde pueden encontrarlos. Por eso su protección es un asunto tan importante.

Pero los aliados en el monte son un problema en la frontera. El ejército marroquí que vigila la verja también los usa, en su versión más grande y fiera, de modo que sus ladridos son la banda sonora cada noche a ambos lados de la valla. Los detenidos no sólo presentan cortes de concertina, golpes de porra y de caídas o heridas de bala. Los colmillos de perro también duelen.

Cuando los perros ladran en el Gurugú, casi todos los días de redada, hay que salvar lo que se tenga y correr hacia arriba. Para trasladar a los heridos improvisan camillas con ramas de los árboles. Entre ellos, destaca la historia de la pequeña Mirelle.

La única niña en el monte

Mirelle tiene sólo 14 años y está cansada de que le digan que el Gurugú no es para ella. «Vete de aquí, vuelve a tu país. Tú no puedes saltar esa valla». Los que hablan son subsaharianos altos y musculosos, gente dura, preparada para escalar los metros de valla que haga falta, pero ella opina lo contrario: si ha llegado hasta aquí, si ha superado mafias, palizas y fronteras, tiene tanto derecho o más que el resto a hacerlo.

Mirelle es una de las dos chicas que viven aquí arriba, entre el barro y los plásticos. Dicen que hay otra. Es una nigeriana de complexión bastante más fuerte, con hechuras de hombre. No así Mirelle, mucho más liviana pero con una idea poderosa en la cabeza: saltar cueste lo que cueste.

Es tímida Mirelle, por eso no deja que le tomen imágenes. Varios fotógrafos se lo pidieron la pasada semana. Su respuesta es siempre «no». Su obsesión por viajar a Europa es tan grande que ya ha intentado escalar la verja hasta cuatro veces. Siempre ha fracasado, pero siempre vuelve a intentarlo. En la última vez cayó desde varios metros de altura y se lastimó, además de llevarse unos cuantos golpes de regalo de la policía marroquí.

Hoy su estado es grave. No sale de su tienda. Los que la han atendido en el hospital de Nador (Marruecos) dicen que la vieron agotada, pero convencida de volver. «Necesito ver la valla cada día que me despierto». No quería pasar ni un día más en el hospital y volvió al Gurugú en muletas con los hombres que la cuidan.

«Está destrozada y se está haciendo mucho daño aquí»,comentan en la ONG que lo ha intentado todo para acogerla en una casa, al ser menor, y alejarla de la dureza del monte. «Es imposible. Se niega con todas sus fuerzas», dice el padre Esteban, la persona que más ha hecho por ella, el sacerdote español que se encarga de darle algo de dignidad a las personas que viven ahí arriba, el timonel de la única organización que se atreve a litigar con las autoridades marroquíes, que no quieren testigos.

Jesuita y…ángel protector

Francisco, el primer Papa jesuita de la historia, suele clamar contra «los mercaderes de la carne humana» y agradece la dedicación «de todos aquellos que trabajan como inmigrantes». Uno de sus soldados en esta labor es el padre Esteban, el director de la Delegación de Migraciones de Nador, heredera del trabajo que Médicos Sin Fronteras desarrollaba en este lugar hasta hace cuatro años.

Con un equipo de seis personas y un presupuesto ridículo se mete en la trinchera del Gurugú y alrededores. Hay mucho trabajo que hacer: «No se trata de heroísmo sino de solucionar el problema. Yo tengo que ser práctico porque es el momento del diálogo, no de la confrontación», dice.

Nador tiene una playa tranquila y un clima suave, pero no es un lugar fácil para él. Se reúne con periodista y fotógrafo en una cafetería tranquila, con el sonido del televisor lo suficientemente alto como para que el resto de clientes no escuche la conversación. Aún así baja la voz: «Aquí ha venido mucha gente con experiencia en este tipo de trabajos en otras zonas de África. Todos coinciden que Nador es la más difícil de todas».

La presión de la policía marroquí y el servicio secreto no facilita las cosas. «No se puede trabajar como antes. Ellos no nos quieren en el Gurugú. Nos dicen que ayudarles contribuye a su permanencia,pero por delante de cualquier cuestión está el derecho humanitario. Además, los trates bien o los trates mal seguirán viniendo», asegura.

Sobre la situación actual en el terreno, reconoce una presión de España a Marruecos para que apriete. «Hay cada vez más agentes en la zona,con una persecución y tensión permanente con nosotros», asegura.

Con Francisca, Ibrahim, Joseph, Sarah y Abdelak compran medicamentos, distribuyen mantas, material higiénico, negocian con hospitales, trasladan a los heridos, tramitan papeles, forman a personas en el terreno y les reparten folletos con los teléfonos de urgencias. «La mayoría de problemas que nos encontramos son infecciones respiratorias, enfermedades de la piel o golpes. Nosotros trabajamos 24 horas de 24, 365 días al año», cuenta el padre Esteban.

«Lo que sucede aquí no se conoce en España. Los heridos de esta zona de la valla son mucho más numerosos y graves. Golpes en articulaciones, cabeza, boca, maxilares, ojos perdidos por impactos directos…», y gesticula con el comentario. «La policía marroquí dice que esas heridas se las producen cuando se caen de la valla, pero luego ellos nos comentan lo contrario, que les pegan muy fuerte las fuerzas auxiliares», los temidos paramilitares de la Makhzen. «Todo esto podía evitarse si Naciones Unidas mandara observadores a ambas zonas de la valla. Se acabaría con esta violencia y estas polémicas».

El padre Esteban se implica con sus pacientes hasta un punto que va mucho más allá de lo humanitario. Quizá el mejor ejemplo es Abdulayev.

El ángel caído del Barraco del Lobo

En octubre del pasado año el maliense Abdulayev intentaba huir de la policía marroquí después de un intento de salto cuando se cayó en el Barranco del Lobo, el lugar en el que las tropas de Abd el Krim emboscaban a las tropas españolas a principios del siglo XX. Se dio un golpe tan fuerte que se rompió la columna y quedó parapléjico. Sus hermanos del Gurugú lo subieron hasta el campamento como pudieron y allí, dentro de una tienda, hubiera muerto si no hubiera intervenido el padre Esteban desde Nador.

«Cuando vi a Abdulayev se estaba deteriorando por momentos. Tiene septicemia y necesita un tratamiento urgente. Le hemos dado antibiótico pero no sabemos si se recuperará», comenta el sacerdote. Como el malherido no podía seguir en el monte ni un minuto más, comenzó una cruzada contra la burocracia que está cerca de fructificar: «Hablé con autoridades marroquíes y españolas, a nivel político y médico. Por un lado, parece que le pueden conceder el primer visado humanitario de la historia para este lugar, lo que supone un gran logro», dice esperanzado, aunque se muestra prudente hasta que no se lo comuniquen de manera oficial en el consulado. «Por otro lado, ya he conseguido una evacuación con la Cruz Roja en un barco con camarote habilitado hasta Málaga y ambulancia de Málaga hasta el hospital de Bromujos (Sevilla) donde se han comprometido a tratarle durante tres meses».

«Se que los políticos españoles están negociando una nueva Ley de Inmigración. Que no olviden una cosa. Por encima de cualquier ley está el derecho humanitario», dice este jesuita. «Y eso es innegociable».

El desertor sirio de Asad

Por si no tenía suficiente con los subsaharianos, el nuevo quebradero de cabeza del padre Esteban son los sirios, que llegan desorientados de un conflicto atroz. En la frontera con Melilla hoy se abrazan el drama de la guerra en Oriente Próximo con el del hambre y la pobreza de África. Hasta allí han ido a parar unos cientos de sirios de Latakia, Homs y Alepo que han seguido la ruta de Líbano hasta Egipto, Libia, Túnez, Argelia y Marruecos. Ahora, la mitad se esconde en varios hoteles de Nador mientras resuelve el paso a Europa y la otra mitad les espera ya en el CETI de Melilla.

Es el caso de Mohamed Arif, de 22 años, un militar que salió de Alepo hace tres meses con un sobre lleno de documentos fotografiados y con su mujer, menor de edad. El resto del viaje lo hicieron sin problemas hasta llegar a Marruecos. Al ser un país que sigue apoyando a Bachar Asad, Rabat no reconoce la petición de asilo de Mohamed, un desertor del ejército de Damasco. No le permite, por tanto, pasar a España, que curiosamente sí acepta su entrada al considerar su caso por ser ciudadano de un país en guerra.

Los sirios no necesitan saltar la valla, pero sienten que un muro les separa del mismo sueño. Para poder cruzar necesitan que las mafias de los pasaportes les hagan uno falso de Marruecos para pasar por la frontera y recibir el sello de salida. Cuando llegan a la tierra de nadie, tienen que rajar el falso y sacar su pasaporte auténtico, el sirio, y avanzar hasta la zona española.

Aunque Mohamed ya ha pasado la frontera con su esposa, a la que España no reconoce su matrimonio por ser menor de edad, 16 años,tiene parte de su familia escondida en Nador esperando los papeles falsos. Con la llegada de los sirios, en su mayoría comerciantes con algo de dinero, las mafias han multiplicado sus beneficios por una simple aplicación de la oferta y la demanda: el pasaporte que antes valía 200 euros ahora se vende a 2.000.

Es lo normal en esta frontera tan corrupta, donde lo extraño no es contrabando sino el comercio legal. Por eso cientos de sirios deambulan estos días por Nador intentando trabajar de esto y lo otro, hacer algo de dinero y pegar su foto a un documento que los permita superar la barrera de Beni-Enzar y ver la bandera española en el hombro de los policías. Al otro lado, en el CETI de Melilla, Mohamed mira la valla con cara de disgusto. «No entiendo que lo ilegal sea lo único que puede sacarnos de allí», dice.

Fuente: http://www.elmundo.es/cronica/2014/02/23/53086df022601daf168b456d.html

 

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